
Las creencias limitantes son uno de los conceptos más estudiados desde hace años en el coaching, tomando referencia las teorías cognitivas más representativas del mundo de la psicología. Y, bajo mi punto de vista, todos en algún momento de nuestra vida tendríamos que pararnos a evaluar cuales son esos pensamientos que tenemos que nos frenan en el camino al bienestar. Y cuando hablo de bienestar, incluyo tanto el bienestar personal como profesional, ya que las creencias limitantes pueden aparecer cuando menos nos lo esperamos y sobre cualquier aspecto que exista en nuestras vidas. Sólo si nos frenamos y ponemos nuestro foco de atención en nuestro diálogo interno, podremos descubrir como de limitantes son nuestras creencias, e incluso, como de potenciadoras pueden llegar a ser en otras ocasiones.
Este mismo ejercicio de atención me tocó realizarlo a mí, personalmente, hace un tiempo con respecto a una creencia del ámbito profesional que me estaba causando un gran nivel de malestar, e incluso estaba empezando a calar dentro de mi autoconfianza como psicóloga.
Hace unos años, no muchos, mi carrera profesional como psicóloga pegó un giro de 180o llevándome a empezar a trabajar como psicóloga clínica. Después de dos años de máter, dos años de formación continua complementaria a mi rol como consultora de RRHH y coach ejecutivo, empecé a trabajar con pacientes clínicos. Poco a poco vas cogiendo ritmo, encontrando tu propio estilo como terapeuta y poniendo en práctica todas esas teorías que te aprendes de memoria. Estas mismas teorías me llevaron a construir en mi propia cabeza la idea de que yo era capaz de ayudar a las personas, incluyendo en mi CV el matiz de las personas que en el momento presente tienen un alto nivel de malestar debido a una psicopatología.
Todo esto fue genial, cada aventura que emprendía con cada uno de mis pacientes tenía final feliz, de recuperación, de satisfacción vital. Hasta una paciente que a mi personalmente me hizo madurar como profesional en una línea diferente a los demás pacientes.
La primera sesión fue dentro de la normalidad, o al menos eso me hacía sentir mi confianza profesional. La segunda sesión empezó a oscurecerse. La paciente venía sin ganas, empujada por su familia cercana y transmitiendo quejas hacia lo externo continuamente. La tercera sesión fue negra por completo. La paciente no es que volviese sin ganas es que afirmaba rotundamente que ella aun sabiendo que el sistema en el que vivía reforzaba su depresión, no quería cambiarlo, porque el cambio la asustaba más. Quedamos en volver a vernos a la semana siguiente, simplemente porque no quería decirle a su familia que no quería seguir viniendo a terapia.
Como profesional me quedé bloqueada en mis dudas. Mi creencia “yo tengo que poder ayudar a todo el mundo”, incluso a esta paciente siendo ese su panorama en versión reducida, no me estaba dejando espacio para escuchar las palabras de mi paciente. A los días de la tercera sesión, me reuní con la psiquiatra con la que compartía el caso y durante esa sesión tuve uno de los insights más relevantes para mi carrera profesional: yo no tengo la capacidad de ayudar a todo el mundo, y mucho menos al que no quiere ser ayudado. El proceso de desmontar mi propia creencia limitante se basó en la reflexión y en el análisis de las palabras de mi paciente. Por unos minutos, desconecté mi radio limitante y me centré en lo que de verdad importaba en ese caso: ella. Entendí algo que parece de sentido común y era que si el paciente no tiene la motivación interna para cambiar nunca verá necesario realizar los esfuerzos que requiere la terapia, y, por tanto, mi papel en su vida deja de ser positivo. Pero yo misma, con mi creencia limitante
arraigada y basada en mi interpretación de las teorías de intervención de “esto funciona con pacientes”, no me dejaba ayudar en lo que yo podía a esa persona.
Llegamos a la cuarta sesión y en mi caso, a la que iba a buscarla a la sala de espera mi intuición me decía que esta iba a ser la última. Y así fue. Probablemente es una de las sesiones que mejor recuerdo, ya que por primera vez derrumbé en la práctica mi creencia limitante, y como consecuencia, pude tener un impacto positivo en mi paciente. La escuche y la ayudé a reflexionar acerca de su motivación, la acompañé para que tomase su propia decisión y valoré sus argumentos. Justo cuando nos íbamos a despedir, me dio las gracias por esta sesión, porque se iba sabiendo que en el caso de querer cambiar su situación vital podría contar conmigo, pero que de momento ella estaba así bien tomando su pastilla que la hacía feliz.
En mi caso lo que me ayudó a romper mi creencia limitante fue hablar con alguien la situación en la que me había quedado atascada, poniendo en perspectiva toda la información y haciéndome eco de las distinciones con la realidad. De esta manera pude retar a mi propia creencia limitante, poniendo los pies en la tierra y accionándome hacia el cambio con un nuevo pensamiento en mi cabeza.
Tras muchos meses de más pacientes, tanto personas clínicas como no, estos pensamientos neutros se han acabado convirtiendo en una creencia potenciadora, mi mantra profesional: “yo puedo ayudar a todo aquel que quiera ser ayudado, y me siento lista y preparada para dar alas a todo aquel que quiera volar”.
Mi conclusión con esta reflexión personal compartida con vosotros los lectores es que todos somos vulnerables a estas creencias limitantes, siendo estas creencias tan poderosas como para poder apartarnos del camino que nos lleva a ser nuestra mejor versión en el ámbito profesional. La parte buena es que con una pequeña dosis de introspección podremos darnos cuenta de esas barreras cognitivas. Y con otra dosis de reflexión, e incluso apoyo profesional, podemos transformar los límites en propulsores.